César Manrique hizo dos milagros y el viernes se inauguró en Haría el segundo. Primero consiguió que Lanzarote fuera su gran obra de arte, defendiendo su belleza de la especulación y la codicia. Y ahora, 21 años después de su muerte en accidente, ha alcanzado el segundo milagro: la casa donde habitó los cuatro últimos años de su vida se ha abierto como museo. Todo lo que dejó allí la mañana del 25 de septiembre de 1992, cuando su coche chocó con otro y él perdió la vida, estaba intacto y sigue así entre las palmeras de Haría, el sitio de Lanzarote que eligió para pasar lo que le quedaba de vida.

Los dos milagros de César tienen el mismo apellido: Ramírez. En el primer caso fue Pepín Ramírez, presidente del Cabildo isleño en 1966, quien se sintió su cómplice cuando Manrique volvió de Nueva York, donde vivía como punta de lanza del informalismo abstracto español, y decidió hacer del erial que era su isla una obra de arte. Pepín le ayudó; la primera obra fue los Jameos del Agua, un milagro bajo la lava. Siguieron muchas otras, y sobre todo continuó un aliento que tras su muerte convirtió en estandarte la fundación que creó para dar continuidad a su proyecto.

Cuando ya la fundación estaba en marcha, en 1988, en la sorprendente casa volcánica que fue su vivienda en Tahiche, Manrique creyó que ya podía buscarse un lugar más íntimo, más alejado del ruido y la furia que muchas veces fueron su vida y su compromiso. Entonces eligió Haría, al norte de Lanzarote, entre palmeras. Hizo la casa a partir de los muros y las lindes de una que ya existía, respetando el concepto ancestral de la arquitectura isleña. Era su reposo, que inauguró con ruido, pues era un hombre de grandes amigos y a todos quiso abrirles este espacio. Encima de una mesa que fue de su amigo Pepín está ahora un cuaderno, su diario de los últimos años. Los días 12 y 13 de septiembre de 1992, días antes de su muerte, César había escrito lo mismo: “Todo el día pintando”, “Todo el día pintando”.

Esa mesa, que él convirtió en tablón de trabajo, se la regaló a César el hijo de Pepín Ramírez, Pepe Juan. Y este es el segundo milagro que lleva ese apellido. A Pepe Juan, presidente de la fundación, lo nombró el artista heredero universal, y por tanto esta casa póstuma, construida, como el inmenso taller, sobre 11.000 metros cuadrados de terreno, le pertenecía personalmente al hijo del que había sido cómplice principal de César en la concepción de la isla como obra de arte. Durante 21 años la casa se conservó tal como la dejó César. Como dijo el director de la Fundación César Manrique, el profesor Fernando Gómez Aguilera, que una casa así, tan personal y tan íntima, tan propia de un artista que buscaba aquí el refugio, se haya conservado intacta y se haya convertido en un espacio público (“En un país tan dado al dispendio patrimonial”) es solo consecuencia de un milagro. El milagro Ramírez.

La casa de César, que abre mañana al público, es, en cierto modo, como la de Neruda en Isla Negra, casi todo le vino por mar o por tierra: él era un artista atento a la naturaleza. Y también tiene ecos de su gran maestro, Pablo Picasso, cuya memoria está en todas las paredes. Dos meses antes de su muerte Manrique le dijo a Pepe Juan: “Que me entierren en Haría, bajo una palmera”. El viernes el consistorio del pueblo en el que quiso descansar lo hizo adoptivo. Dijo el alcalde, José Torres Stinga, ante los hermanos de César, ante los vecinos: “Hoy nos declaramos hijos adoptivos de César”. Él sigue mandando sobre la isla, como el quijote que fue. Lanzarote es hija de César Manrique.

Juan Cruz